UNA LARGA ESPERA


Parecía que hoy no íbamos a tener tormenta. El cielo estaba limpio y no habían nubes ocultando el azul claro que nos animaba después de la siesta. A media mañana nos había preocupado un chubasco que nos sorprendió preparando el material para la espera y que ese fuese el preludio de una noche pasada por agua y a todas estas en el mes de Junio.

El día anterior tuvimos que recogernos temprano, sobre las once y media desmontamos todo y nos fuimos a dormir. Estar en un pino con elementos de carbono, acero y demás metales cuando a tu alrededor está descargando una tormenta eléctrica con lluvia ligera no es el mejor de los momentos y a pesar de las ganas y de haber estado meses preparando y esperando estas jornadas, la lógica se impuso y nos fuimos a descansar para hoy.

Habíamos revisado todos los lugares posibles, las huellas que habían dejado en sus rutas de acceso, las marcas de rascarse en los troncos, las piedras volcadas y ramas desplazadas con las que les dificultábamos el acceso al maiz y alquna que otra almendra, que simpre desaparecían las primeras.

Hoy el aire no se revolvía cambiando constantemente de dirección. Después de pensarlo y sopesar los pro y los contras, nos decidimos por ir temprano a los puestos, más tranquilos depués de la descarga del chaparrón, el día se había quedado bien tranquilo, el aire casi parado, una temperatura agradable, lejos de los cuarenta grados anteriores, menos de un cuardo de luna, la cosa prometía mejorar.

A las cinco y media nos pusimos en marcha, cada cazador con su arma, la verdad es que éramos un grupo singular, un cazador con rifle de cerrojo, un arquero con arco compuesto y un ballestero. Si ya es poco frecuente ver a un ballestero, o incluso a un arquero (aunque menos) ver a este trío era muy particular, tanto así que incluso nos sacamos unas fotos antes de salir para dejar constancia de que aquello era verdad.

Las mochilas con la documentación pertinente, pilas, teléfonos móviles (si hay cobertura es de lo más recomendable), cinturones, mosquetones, linternas, cuerdas, gorros, traje de agua, guantes, navaja, vendas, y una larga sucesión de elementos que ayudasen a no perder una oportunidad por un fallo de última hora.

El desplazamiento hasta mi puesto, pues me quedaba el primero, luego Manolín y el último Manolo (su padre), nos llevó unos veinte minutos. A trescientos metros del puesto y desde el camino de tierra por el que habíamos llegado bajé con mi Horton Hunter 175 y mis cuatro flechas, más la mochila y con la indumentaria de rigor me encaminé a mi pino recibiendo los mejores deseos de mis compañeros y ellos de mi.

Para no pisar donde me cogiesen el rastro, entraba dando un rodeo de forma que no cruzara sus pasos y tener así alguna oportunidad más, pero nunca estás seguro del todo.

Aún de día, bien claro, preparé todo lo rápido que pude las cosas para subirme a la silla a unos cinco metros del suelo, tensar la ballesta, comprobar el seguro, cuerda para subirla por el estribo (puesto que en la silla no se podía maniobrar para una posible recarga), y arriba.

Desde arriba y después de colocar el cinto con el mosquetón en el enganche del árbol, coloqué una de las cuatro flechas y me dispuse a esperar.

Había colocado una de carbono de 20’’ para estrenarlas por las recomendaciones del fabricante, anteriormente había usado siempre tubos de 2117 con buenos resultados, la punta, una Thunderhead de 100gr, aunque guardaba una Thunderhead de 125 y una Razorcap por si fuese oportuno.

Aparte de los tiros de entrenamiento también era el estreno de la ballesta, esperando lo mejor siempre te queda alguna duda de algo que podías haber probado o mejorado, pero llegados a este punto había que confiar en hacer bien las cosas y no dar un “gatillazo” inoportuno.

Una vez instalado en la silla, me dediqué a reconocer una vez más los distintos puntos de referencia, dónde está el comedero, de frente y un poco hacia la derecha de la línea en la que apuntaba la silla a 17m, dónde está el pino que usan de rascadero, de frente y apenas a la izquierda a unos 30m.

Las posible vías de entrada coincidían con las líneas que dibujaban los arbolillos a la derecha y los arbustos cerrados y espinosos de la izquierda así  entre estas líneas delimitaban la terraza donde habría de suceder lo que la suerte marcara.

La tierra clara daba la posibilidad de distinguir bien al guarro que se acercara a pesar de la poca luna, y al comprobar que con el paso del tiempo el aire se iba quedando más y más quieto, la esperaza de un buen lance crecía en la mente.

Durante varias horas, desde las seis y cuarto que comenzó la espera hasta que paulatinamente desapareció la luz, a eso de las nueve y media, como era de suponer no se dignó a aparecer ninguna pieza, la distracción estuvo compuesta de algún conejo que correteaba por los bordes del terreno en sus paseos antes de la noche y variedad de pájaros que o bien picaban del grano que no estaba cubierto por las losas de piedra o se dedicaban a perseguirse por las ramas alrededor de donde yo me encontraba.

Como es de esperar, tanto rato en la misma posición te deja poco menos que almidonado y hay que moverse un poco y lentamente para dar a los huesos y músculos la posibilidad de desentumecerse, a pesar de que los ruidos de mis huesos se parecían a los que producen las ramas al romperse.

Ya había oscurecido y allí no pasaba nada, eran las diez y media cuando por primera vez me pareció oir un ruido en el suelo, hacia la derecha, que indicaba que algún animal se movía por la zona (la de más posible uso según el seguimiento que había hecho Manolín), de inmediato se aguza el oido, la vista se aclara y todo el cuerpo se tensa, no hay cansancio ni agujetas ni dolores, todo el cuerpo se prepara para lo que pueda venir y tu vista no deja de buscar algo orientándose por el oido, pero tras unos minutos de atención los ruidos cesaron y todo volvió al silencio.

La verdad es que te defrauda un poco y vuelves a repasar todo lo que has hecho a ver si ha sido culpa tuya por un ruido, una luz, un olor, un cambio de aire, pero nada de eso, así que sería cuestión de que el animal no tenía intención de pasar en ese momento.

Así empezaron a pasar de nuevos los minutos y hasta las horas, gracias que estábamos en Junio, en Enero ni se me ocurriría hacer semejante espera salvo que estuviese más forrado que un esquimal.

Era ya la una menos cuarto de la madrugada, con contínuos estiramientos para que el cuerpo soportara un poco más tan larga espera, cuando nuevamente volvieron los ruidos de pisadas por el lado derecho, al frente.

Esta vez daba la impresión de que se acercaba o acercaban aunque parecía uno solo, y tras unos minutos de dudas por si aparecería o no alguna pieza, pude ver por el rabillo del ojo como una mancha, un bulto ligeramente oscuro se asomaba por un hueco,  correspondía a la salida que había entre los arbolillos y matorrales de la derecha y que habíamos comentado como asomadero de los cochinos antes de entrar a la zona despejada de la terraza donde estaba.

Una vez localizado ya todo el cuerpo estaba concentrado en el animal, los ojos no lo perdían de vista a pesar de la poca luna, pero cuando salió del borde y se acercó a las piedras que tapaban la comida, se le distinguía mejor, no dejaba de ser una mancha oscura que se movía con precacución y además al pisar en la tierra blanda de lo que había sido este campo de cultivo no se oían sus pasos.

Como buen aprendiz que fue, sus reacciones parecían sacadas de un libro o de las historias que cuentan los cazadores cuando desgranan sus aventuras.

No se acercó en línea recta a la comida, se movió a izquierda y derecha a medida que se acercaba, se notaba que conocía el lugar, pero no se fiaba del todo, quizá fuera rutina, pero cada vez que se paraba y miraba directamente al pino donde estaba daba la sensación de que sabía que yo estaba sentado allí esperándolo.

Cuando alcanzó las piedras se paró en seco y levantó la cabeza hacia mí, yo más quieto que una tabla, apenas pestañeaba y no me movía lo más mínimo, no quería perder esa oportunidad por nada del mundo, no era un marrano enorme, pero tampoco parecía una hembra y estaba solo así que podría hacerme con él si todo iba bien.

Lo siguiente que hizo fue lo mismo pero repetido cuatro veces, metió el hocico debajo de una de las piedras y la movió a un lado, cogió unos granos y los masticó y de repente va y se queda paralizado y vuelve a mirar directamente al pino donde estaba, a pesar de estar a diecisiete metros, yo estaba seguro de que no me podía ver, con la ropa oscura, la poca luna, grueso tronco detrás y sin aire, no me podía ver, era imposible y no había aire que me señalara.

No miraba a otro lugar y las cuatro veces hizo los mismos movimientos, no miraba ni a derecha ni a izquierda, sólo al pino y hacia arriba. Pero no se fue.

Después de estas maniobras que me indicaban que el guarro sabía que podía ocurrir algo en ese lugar, dejó su desconfianza y se puso a comer con tranquilidad y buenas ganas el resto de la comida.

El ruido que producían sus muelas al machacar el grano era perfectamente audible, y fue entonces cuando me decidí a levantar la ballesta procurando no hacer ningún ruido con las ramas o con el carcaj, no quería desperdiciar la oportunidad que tenía en esos momentos y el corazón y la claridad de sentidos que tenía en ese instante me indicaban que la adrenalina circulaba libremente por mi cuerpo.

Una vez encarada la ballesta y mirando el bulto del jabalí que comía bajo mi puesto a través de la mira y con la cruz bien puesta, decidí quitar el seguro y seguir esperando que no se marchara de repente.

Pero él seguía allí, y yo ya estaba preparado para soltar la flecha, sólo me queaba por decidir si le encendía la luz o le tiraba por el bulto, decidí que mejor usar la luz, aunque sólo por un segundo, y justo al tirar. Así lo hice, cuando ya tenía el dedo en el gatillo, el bicho en la mira y todo listo, él, que no se me ponía de lado, tras unos segundos se me coloca ligeramente de lado y con la cabeza hacia la derecha, sin ganas de que le de por marcharse hacia los árboles de la derecha decido tirarle.

En el momento en que le doy a la luz para tirar le veo mucho mejor, en ese breve momento se ven muchas cosas que luego rememorando entiendes y razonas, pero sobre la marcha se reacciona por reflejos y tiras tu flecha.

Instantáneamente suelto el pulsador de la luz y la noche se hace absolutamente negra, he visto al animal pero al darle la luz, se ha girado un poco hacia el foco y estaba casi de frente, lo que no es buena noticia, dificil colocar una flecha bien de esa manera.

Pero el sonido daba esperanzas, había escuchado el ruido de la flecha al golpear el cuerpo del cochino y sonaba contundente, además el animal había gruñido y luego salió en una breve carrera.

Lo siguiente fue una crónica sonora del daño que la flecha le había producido al animal. Al poco de salir corriendo aprecié que se dirigía a los mismos arboles de los que había salido, por la derecha y alejándose de mi, pero la sorpresa fue que tras unos pocos pasos volvía hacia atrás en la dirección contraria, sólo unos pocos pasos, luego volvía a dar unos seis o siete pasos en la primera dirección de huida y después ... nada.

Extrañado y sólo guiándome por los ruidos que hacía el animal, me quedé un par de segundos escuchando, no era normal que se quedara tan cerca, pero no me fiaba y estando en medio de estos pensamientos me sorprendió el primero de sus gruñidos de queja, los pelos de la nuca se me erizaron del todo. Aquello sí que no me lo había contado nadie, evidentemente estaba cerca, pero aquellos gruñidos ponían los pelos de punta, no fueron muchos sólo cinco, cada vez más fuertes, roncos y profundos, el último fue el más impresionante, un largo quejido en medio de la noche, ronco y más profundo que ninguno, se le escapaba la vida y luego nada, un absoluto y dictador silencio que envolvió el aire y me dejó cavilando muy seriamente y deseando al mismo tiempo que el animal no hubiese sufrido más de lo impescindible y a la vez queriendo presentar mis respetos a la naturaleza por la oportunidad de vivir estas situaciones.

Más tarde, sobre las dos como habíamos quedado, aparecieron Manolo y Manolín, apenas hablamos hasta llegar al coche, sólo por lo bajo y para comentarles que sí que había tirado a uno que me pareció algo pequeño, yo le había claculado unos cuarenta kilos, cómo nos engañan los sentidos,  pero sólo miramos que en la zona del maiz había manchas de sangre. Buena señal.

Una vez en el coche comento lo que había ocurrido y aparte de las felicitaciones me dicen que esos gruñidos tan cerca son señal de que iba bien tocado por la flecha.

A cien metros de nuestra caravana y ya desechos, cerca de las tres de la mañana,  sorpresa, tras una curva del camino, cerca de la carretera asfaltada en la que terminaba la pista por la que circulábamos, se nos cruza un coche de la guardia civil con las luces a todo color, pensando que éramos furtivos.

Nos bajamos del vehículo y atendiendo a sus requerimientos sacamos la documentación, licencias, permisos, seguros, guías, ... un despliegue de papeles que teníamos, pero sobre todo los permisos del coto para asegurarse de nuestras intenciones, todo en regla, comentarios  y tras los deseos de buenas noches enfilamos para descansar.

A las tres y media todos al catre y apenas sin quitarte más que lo imprenscidible, estábamos molidos,  más de siete horas de espera, pero con la ilusión de haber conseguido cobrar uno, quedamos en levantarnos pronto, tan pronto como pudiésemos.

A las siete y cuarto, abro los ojos, sigo estando molido, pero las ganas de ir a buscar el guarro me ponen en pie y llamo a mis compañeros, nos lavamos la cara y cogiendo al Gus (el teckel de Manolín) con cara de vampiros anémicos, nos volvemos al lugar.

El rastro de sangre era abundante, bien roja y desde el mismo lugar donde comía, buen indicio.

Ponemos al perro a seguir el rastro, pero casi no hace falta, yo con la cámara de video intento grabar un poco del rastreo, pero aunque Manolín le suelta cuerda al perro el cochino no había ido lejos, prácticamente Manolín y Gus ven al guarro a la vez, tras unos arbustos bajos en los arbolitos de la derecha, apenas a unos quince metros de donde le había tirado.

Algunos insultos sobre mi capacidad de apreciación visual en la noche preceden a mi primera mirada sobre el animal que la noche anterior me había proporcionado tantas emociones. Allí tumbado sobre su lado izquierdo y mirando hacia abajo, donde estaba el pino, estaba el machete, de 54 kilos, hocico largo y poca boca que había cobrado.

Un pelaje corto de verano perfecto, sin parásitos y bastante blanco le hacían lucir extrañamente pulcro.

La flecha no encontrada estaba clavada muy cerca de su columna, de adelante hacia atrás, entrando por su lado derecho y la punta sobresalía por el jamón izquierdo a tres cuartos de altura. Era un tiro dificil pero le había hecho mucho daño por dentro.

Lo llevamos al terreno despejado y le hacemos unas fotos para el recuerdo, dedicamos un momento de apreciación y agradecimiento al animal y nos lo llevamos tras quitarle la flecha, por si acaso los accidentes tontos con la puntas y las flechas,  y, por supuesto, tras aguantar bromas, cachondeos y pintadas faciales por el estreno.

Cuando procedimos al despiece y limpieza del animal pudimos hacernos una idea de las heridas y el porqué de su rápida muerte, unos veinte segundos.

La flecha le había entrado cerca de la columna a media distancia entre las orejas y el rabo, por su derecha, había cortado ligeramente una vértebra al pasar por debajo del espinazo, pero en su camino antes de salir por el jamón izquierdo había cortado un riñon, y además de seccionar la femoral, había desecho completamente un segmento de seis o siete centrímetros del fémur, estaba copletamente desmenuzado en astillas y había un coágulo enorme en el jamón, sin embargo la flecha y la punta estaban intactas.
 

©Texto y fotos Juan C. Cabrera V.